miércoles, 29 de abril de 2015

Bandera blanca.


Las peores historias de amor, las más trágicas, son las que nunca han pasado. No al menos en la vida real, porque en la mente y en los desvelos nocturnos suceden una y mil veces, siempre de una manera diferente, pero a fin de cuentas siempre lo mismo. En mi opinión, las historias de amor más tristes son esas que casi pasan, que te hacen desear gritar de impotencia, que tienes que luchar por olvidar y por dejar ir. Son tan frecuentes. Y lo peor de todo es que nadie sabe cuándo pasan. Esas historias forman parte de los secretos de esa chica que mira pensativamente a través de la ventana del autobús, escuchando con los auriculares una canción que habla de lluvia y de melancolía. Forman parte de los secretos de ese chico que da vueltas al café hasta que se enfría tanto que ya ni le apetece tomarlo, porque le recuerda demasiado a cómo se siente su corazón. Helado, frío y solitario. Porque así son las historias de amor que nunca pasan. Tremendamente solitarias. Son un cúmulo de pensamientos atropellados todos en torno al mismo nombre, son momentos de miradas perdidas en los que el mundo alrededor se esfuma sin motivo alguno, son miradas en una habitación llena de gente en busca de algo que saben que nunca poseerán. O quizás no lo saben, y eso sólo lo hace aún peor. Porque si hay algo peor que las historias de amor que nunca pasan, son las historias de amor que creemos que podrían llegar a pasar. Agonía lenta, tortuosa, como desangrarse poco a poco pero sin darse cuenta de la existencia de la herida hasta que ya es demasiado tarde para cerrarla. Es caer en la esperanza del ¿y si…? cuando es imposible, pero no lo sabes. Es dudar, e imaginar aún más, y preguntar al reflejo en el espejo por qué. Peor que la desolación es la esperanza. La esperanza respira del aire que debería entrar a nuestros pulmones, se alimenta de nuestros más profundos pensamientos, se apodera de ellos, los envenena. Pero llega un punto en que ni la esperanza consigue mantenernos en pie. Hay un momento en que ya no queda aire que quitar, en que la caída ya es segura, pero preferible a seguir ascendiendo si igualmente después vamos a tener que caer. Llega un momento en que hay que desistir, hay que dejar de luchar, de imaginar, de esperar cosas que nunca pasarán. Llega un punto en que la esperanza se desvanece, y deja un vacío imposible de llenar tras de sí. En que querríamos pero sabemos que no podemos seguir intentándolo, en que hay que confiar en el tiempo para que nos haga olvidar, para que nos repare, para que nos devuelva al nosotros mismos que perdimos por el camino. Lo aceptas y te rindes. Y así es como acaba una historia que nunca empezó.  

1 comentario:

  1. Yo no se como lo haces, pero siempre logras que em identifique en algo, aunque sea solo una frase. Yo nunca podría llegar a escribir esas cosas, porque expresarme no es una de mis habilidades, pero tu lo haces como si fuera yo la que lo piensa y escribe. Gracias.

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